Fuente: Josefina Mújica en Memoria Digital de Canarias:
Muy cerca de Ayagaures, en el sur de Gran Canaria, hay un lugar que llaman "Barranco de los Palmitos". En él brilla el sol alegremente y lucen, como pinceladas de vivos colores, sus rubias aulagas y las diferentes tonalidades del verde de sus tuneras con sus rojos frutos, y el de los veroles y las tabaibas. Sobre su reseca tierra se ven grandes manchones de amapolas y de florecillas amarillas de largos tallos, los alegres "relinchones" y entre las piedras, entre sus riscos, luciendo sus esbeltos talles hay diseminadas algunas palmeras con sus dorados frutos y sus largas y lánguidas hojas: todo esto da una extraña y singular belleza al paisaje.
En una de sus laderas está una casa, vieja, triste y solitaria. En su piso alto tiene una puerta y una ventana desde la que se ve toda la belleza del valle; el piso bajo tan sólo tiene dos puertas, y por el hueco donde un día estuviera su tejado de dos aguas, hoy tan sólo se puede ver el azul y diáfano cielo. La casa, con sus paredes de piedras secas, es la clásica casa canaria. Una más de las tantas que se ven en los campos de la isla, pero a ésta se le ve algo, misterioso, sombrío y lúgubre, que la hace diferente de las demás. Ese algo, que desde hace muchos años la tiene deshabitada. Poco a poco se ha ido desmoronando, porque nadie la quiere vivir. La gente la llama la Casa del Diablo.
Cuentan los viejos del lugar que oyeron contar a sus abuelos que hace muchos, muchísimos años, un rico campesino de la Vega de San Mateo, hombre ambicioso, por muy poco dinero, casi por nada, se hizo con aquellas tierras. Más tarde quiso construirse en ellas una casa. Muchos fueron los albañiles llamados para que la construyeran, pero no se saben los motivos, lo cierto fue que con ninguno de éllos llegó a ponerse de acuerdo.
Una fría tarde de noviembre, en que el cielo, tormentoso, se había cubierto con sus grises más sombríos, llegó a la casa del campesino un extraño hombre. Iba todo él ataviado de negro; era alto, delgado: y en su cara cetrina brillaban unos ojos intensamente negros.
- Vengo desde muy lejos -le dijo-. Sé que quiere hacer su casa en el "Barranco de los Palmitos" y yo puedo hacerla.
- Sí, hace tiempo que lo deseo, pero la gente se pone en lo del precio, algo difícil... ¿qué cobraría Vd. por ello? Mucho ha de ser, pienso yo...
Sin dejarlo contestar añadió: Pero antes creo que tendría que ver el lugar...
- No, ya lo he visto... pero no seré yo quién ponga el precio, eso lo hará Vd. que es quién tiene que pagar por ello -contestó el hombre de negro.
- Yo creo que lo que quiero no vale más de... -y el campesino dijo una suma tan mezquina, tan ridícula, que era muy por debajo de su precio real.
Sonrió, con extraña sonrisa el forastero y contestó:
- Sea, por ese dinero la haré.
- Pero sabe -volvió a decir el aprovechado campesino- no le pagaré ni un céntimo hasta el día en que haya terminado.
- Sea -repitió de nuevo el hombre.
Se iluminó de alegría la cara del rico campesino por lo magnífico del negocio que había hecho. Siguieron hablando de lo que el primero quería, pidiendo éste más y más cada vez, a lo que el otro siempre accedía. Al fin se marchó el extraño personaje.
Y llegó el nuevo día, y muy de mañana volvió el hombre de negro y le dijo:
- Ya su casa está levantada y terminada. Págueme.
- No puede ser -le contestó asombrado el dueño de las tierras- En una sola noche nadie puede hacer una casa...
- "Nadie" no, pero yo, sí... Cierto es que está terminada; si quiere saberlo, venga conmigo y lo verá.
Y llevó al campesino a sus tierras y allí, en medio de ellas, ante sus asombrados ojos, vio como se alzaba la casa, ya acabada.
- Tan sólo falta una piedra en este hueco; pero no se preocupe por ello, volveré a ponerla...
Y contaban los vecinos de aquel lugar, que aquella noche, en la que se construyó la casa, se oyeron ruidos y voces lejanas de mucha gente que hablaba, y que cuando algunos vecinos curiosos quisieron atisbar, quisieron saber desde sus entornadas ventanas qué ocurría en el barranco, vieron la negrura de la noche, y entre ésta, cómo muchas sombras se movían diligentes en silencio, mientras unas voces recitaban como una letanía funeraria:
- Agua... piedra... barro... agua... piedra... barro...
Los curiosos vecinos temblando se santiguaron, cerrando prontamente sus ventanas, mientras rezaban y rezaban, sin saber, en su miedo, tan siquiera lo que decían.
Cuando las primeras luces del alba tiñeron el cielo, y la claridad del día hizo cantar al primer gallo, cesaron los ruidos, cesaron las voces. Todo quedó en el mayor silencio y los vecinos que de nuevo, curiosos, asomaron parte de sus rostros por las entornadas puertas de sus casas, contemplaron con asombro cómo en aquellas tierras se alzaba una nueva casa que no estaba la víspera, y a la que tan sólo para estar acabada le faltaba una piedra en un rincón de la pared, en el ángulo que forma una de sus esquinas.
Cuentan que el Diablo, al oír el canto del gallo saludando al nuevo día, en su apuro por terminarla, y pese a sus carreras por acabarla no tuvo tiempo de ponerla. Muchas veces se ha intentado colocarla, pero siempre se ha desprendido de nuevo y así ha llegado hasta nuestros días.
Ha pasado el tiempo, han transcurrido años y años y aún hoy cuando al morir el día toma ese tinte de tristeza y misterio que trae el atardecer, si algún caminante solitario se encuentra frente a la casa del Diablo, aligera el paso, se santigua con temor y no se siente tranquilo hasta haberla perdido de vista.